En la vida nos movemos constantemente entre las variables de DESARROLLO y SEGURIDAD. Desde que nacemos nos estamos desarrollando y lo hacemos con la seguridad necesaria para ello. Aprendemos a hablar, a andar, a comer…pasamos por distintas fases en una continua secuencia de aprendizaje y cambio. Y todo ello lo hacemos con seguridad, con la seguridad que en la mayoría de los casos nos proporciona el cuidado de nuestros padres. En un principio son ellos los que se ocupan de nuestra seguridad, por ejemplo, cuando nos quitan los obstáculos del camino para que tropecemos cuando estamos aprendiendo a andar.
En ese desarrollo continuo, el cambio y el aprendizaje forman parte de nuestra vida de una manera natural. No nos cuestionamos si hemos de salir o no de nuestra zona de confort, simplemente salimos sin parar, una y otra vez: cuando aprendemos a leer, a escribir, a restar a multiplicar, a columpiarnos o a ir en bicicleta. Esa es nuestra normalidad. No obstante, poco a poco, a ese binomio de seguridad y desarrollo se le suma otra variable: el MIEDO. Miedo a no poder, a no saber, a hacerlo mal, a fracasar, a hacer el ridículo, y a veces, casi sin darnos cuenta, nos convertimos en adultos instalados en nuestra seguridad.
Corremos el peligro entonces de instalarnos excesivamente en esa seguridad, en esa zona de confort donde controlamos lo que hay a nuestro alrededor (aunque no nos guste) pero que no nos exige cambiar nada, no nos exige ningún desarrollo adicional y por tanto nos resulta cómoda.
En principio esto no tiene porque ser un problema. Es una elección personal. El único peligro potencial es que queriendo aferrarnos a esa seguridad lleguemos a un ESTANCAMIENTO que puede convertirse incluso en una sensación de angustia o vacío existencial.
En este punto es cuando tenemos que empezar a ser sinceros con nosotros mismos; darnos cuenta si realmente estamos estancados por miedo a lo que pueda haber más allá o si realmente estamos bien como estamos fruto de una elección personal consciente.